Algunos automóviles de última generación están inaugurando una nueva era en el sector, marcada por el protagonismo creciente del software que viene asociado a sus complejos sistemas de gestión.
Cada día es más frecuente encontrar modelos capaces de asimilar mejoras de sus cerebros electrónicos de modo totalmente automático, proporcionados por el propio fabricante, que habrá rectificado ciertas funciones. Pero este proceso evolutivo tiene visos de esconder también una parte un tanto negativa, una cara oculta que puede encarecer el precio de los coches.
Nos estamos refiriendo a una iniciativa que cada día gana más adeptos entre los dirigentes de las empresas dedicadas a la automoción. Se trata de las funciones latentes que van a tener muy pronto muchos coches, a cosas que van a poder activarse ocasionalmente cuando se necesiten, pagando bajo demanda la tarifa establecida por los propios fabricantes.
Lo malo del caso es que, para que algunos clientes puedan disfrutar de ciertos caprichos de escasa utilidad mayoritaria, el resto de conductores tendrán que comprar vehículos dotados con elementos traducidos en dinero extra.
Por mucho que las economías de escala acaben rebajando el precio de las cosas implementadas masivamente, nunca se conseguirá reducir la cifra final del coste para llegar a cero.
Fabricar automóviles capaces de actualizar el software está muy bien, pero trasladar al cliente el desasosiego de estar pendiente de las funciones extra que puede contratar temporalmente me parece una interpretación perversa de la tecnología.
Prefiero un mundo en el que cada conductor pague lo que valen los elementos que va a utilizar en su quehacer cotidiano, y que vayan montados de serie o como opciones.
Fuente: lavanguardia
