Dios pudo elegir otra forma de manifestarse si lo hubiese deseado. Piense en la tremenda energía que pudo haber desplegado, la luz que pudo haber proyectado, un trillón de veces más brillante que la estrella más grande.
El calor que hubiera podido generar, frente al cual el centro del sol sería sólo una débil velita.
Toda la energía nuclear de la Tierra junta no hubiera sido más que una basurita comparada con la fuerza explosiva producida por su llegada. Pero nada de esto ocurrió. ¿Qué es lo que vemos? Lo que vemos es un ser pequeñito, indefenso, recién nacido entre el mal olor de un establo cualquiera, en medio de un impresionante silencio.
Dice Miguel Marte que nace de esta forma porque “para Dios no es importante la comodidad de una mansión, sino el calor familiar que se pueda respirar allí. ¡De qué vale una casa lujosa si no se puede vivir en armonía! ¡Para qué un palacio de piedras con jardines de rosas si por dentro es el infierno!” (“A las puertas del Evangelio”, pág. 147).
“Señor, ¿qué te hizo tan chiquito?”, preguntó San Bernardo de Clairvaux insistentemente en silenciosa meditación durante largo tiempo. Y en medio de un éxtasis recibió un día la respuesta: “¡Fue el amor!”
Volviéndose un ser humano igual que el más pobre de nosotros, Cristo estableció una relación personal e íntima con cada hombre y cada mujer.
“Toda la energía de ese ser humano–divino,” dice T. Keating, “está dirigida a un único fin: ganarse nuestro amor”, y añade: “¿Cuál es el secreto de la energía divina encapsulada en el corazón de un niñito en Belén? ¡Es amor!” Ese amor no se descubre en medio del ruido, sólo se percibe en el silencio.
En ninguno de los evangelios se conserva una sola palabra dicha en Belén. Sólo se nos dice que María “conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.”
fuente: Listín Diario